Capítulo VI: "Intriga en Londres"

 


Capítulo VI

 

El plan para atrapar a Luis Segreda era simple, pero lleno de riesgos. Habían elaborado un rumor cuidadosamente dirigido, filtrando información falsa que aseguraba uno de los socios estaría solo inspeccionando un nuevo cargamento de sacos de yute provenientes de Costa Rica la próxima semana, supuestamente llenos de Café Victoria, la marca de café que ellos producían.

La trampa era perfecta: si Segreda caía en ella, tendrían la oportunidad de confrontarlo y desenmascararlo.

Ya en la oficina, la discusión sobre cómo ejecutar el plan estaba en su punto culminante. Julio, sentado, observaba cómo Rafael y Bernardo revisaban los detalles.

—Muy bien, ¿quién va a ser el valiente que se arriesgue a encontrarse con Luis? —preguntó Bernardo, sin dejar de ojear un mapa de la ciudad donde estaba señalado el almacén.

Julio, apoyado en la mesa, dejó escapar una risa burlona mientras lanzaba una mirada cargada de maldad a Rafael.

—Bueno, está claro que Rafael no lo va a hacer —dijo Julio con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Qué va a hacer cuando vea a Segreda? ¿Picotearlo?

Rafael levantó la mirada, ya sintiendo por dónde venía la burla, pero no pudo evitar una réplica cargada de sarcasmo.

—Ja, ja, muy gracioso, Julio —respondió con una sonrisa forzada—. Tal vez deberías ir, ¿no? Estoy seguro de que con esos kilos de más que has ganado en Londres, Segreda pensará que me has tragado entero.

Julio soltó una carcajada y levantó las manos, claramente ofendido. Bernardo levantó una ceja, divertido por la absurda controversia.

La discusión continuó con ambos intercambiando pullas, como si fueran dos niños discutiendo por una tontería. El tono se alzó cuando Julio se inclinó hacia Rafael y, con una sonrisa maliciosa, dijo casi murmurando en tono burlista:

Gallo de lata.

Rafael, sin dudarlo y con evidente enfado, se lanzó a la réplica.

—¡Te voy a desbaratar el hocico, Julio! —contestó, alzando el puño, mientras Bernardo, mirando la escena con unas carcajadas que lo ahogaban, los dejaba seguir con su espectáculo.

Finalmente, Bernardo levantó las manos para poner fin a la discusión.

—¡Basta, suficiente! —exclamó, sacudiendo la cabeza—. Suficiente. Rafael, nadie se va a hacer pasar por nadie. Serás el señuelo.

Con el plan delineado, el grupo se enfocó en los detalles. Sabían que el encuentro con Segreda no sería fácil, pero confiaban en su estrategia. La semana siguiente, en aquel almacén, las tensiones alcanzarían su punto máximo. Y lo que estaba en juego no solo eran los negocios, sino el futuro de ellos.

 

El día acordado llegó, y la tensión en el aire era palpable.

Bernardo, Julio y Rafael, acompañados por el inspector Thompson y un grupo de hombres encubiertos, se encontraban estratégicamente posicionados alrededor del almacén. El plan estaba en marcha, y la vigilancia era discreta pero efectiva.

Todo se reducía a este momento: atrapar a Luis Segreda y poner fin a sus tácticas sucias.

El almacén, ubicado en una zona alejada y poco transitada del puerto, se alzaba entre la niebla densa que cubría Londres esa noche. Los sacos de yute, etiquetados falsamente con el nombre "Café Victoria", descansaban apilados en el interior, aparentando ser el cargamento que Rafael iba a revisar.

Afuera, Thompson, con el puro de tabaco en los labios, observaba con atención cada rincón mientras sus agentes mantenían una vigilancia sigilosa, aguardando el momento exacto para intervenir.

—Están cerca, lo siento en el aire —dijo Thompson en su inglés poco legible, mientras exhalaba una bocanada de humo—. Puedo olerlo.

Julio, a su lado, afiló la mirada, intentando sonar despreocupado, aunque un ligero temblor en su mano traicionaba su nerviosismo.

—Bueno, si no vienen pronto, alguien tendrá que empezar a tostar café —murmuró Julio con una sonrisa nerviosa—. No sería mala idea abrir una cafetería aquí si las cosas salen mal.

Bernardo, manteniendo la compostura, dio una última mirada al lugar.

Se encontraba preparado para cualquier cosa, pero sabía que una confrontación con Segreda no sería fácil. Volvió la vista hacia Rafael, quien a pesar de su postura firme, no podía disimular la preocupación en sus ojos.

—Tranquilo, Rafael. Esto va a salir bien —dijo Bernardo en voz baja, intentando calmar a su amigo—. Recuerda, eres el señuelo, pero nosotros no estamos lejos.

Rafael asintió, aunque su nerviosismo se hacía evidente. El joven Yglesias se dispuso a dirigirse hasta los sacos.

De pronto, el eco de pasos en la lejanía comenzó a romper el silencio, y todos se tensaron al instante. Segreda y sus hombres se acercaban.

La trampa estaba a punto de cerrarse.

De repente, la puerta del almacén se abrió de golpe. Luis Segreda, con una expresión de arrogancia en el rostro, entró seguido de tres hombres fornidos. Los secuaces de Segreda no perdieron tiempo, avanzando hacia los sacos de yute con la clara intención de destrozarlos y arruinar la mercadería.

—¡Rafael! —gritó Segreda sin tapujo—. Que gusto ver que estás en Londres. Es una lástima que este cargamento sea historia.

Pero antes de que pudieran dar un paso más, Bernardo salió de las sombras, con puños cerrados y una mirada desafiante.

—Hola, Segreda —dijo con voz firme.

Luis Segreda se detuvo en seco, su rostro transformándose en una mezcla de sorpresa e ira.

—¡Bernardo! ¿Qué haces aquí? —vociferó Segreda, retrocediendo un paso.

—¿Creíste que Rafael estaría solo? Luis, sabía que ibas a caer en la trampa —respondió Bernardo, acercándose lentamente, con Julio y Thompson emergiendo de la oscuridad detrás de él—. Eres demasiado impulsivo.

En ese instante, uno de los secuaces de Segreda desenfundó una daga, pero antes de que pudiera reaccionar, Julio, armado con una cachiporra, le propinó un golpe directo al brazo, desarmándolo.

—¡Eso es por tratar de arruinar mi negocio, bastardo! —exclamó Julio con una mirada colérica, mientras giraba para enfrentar a otro de los hombres.

La lucha estalló en cuestión de segundos. Los golpes resonaron en el aire, y las sombras de los combatientes se mezclaban con la penumbra del almacén. Los cómplices de Segreda atacaron con fiereza, pero Bernardo, Julio y Thompson sabían lo que hacían. Bernardo lanzó un puñetazo certero que tumbó a uno de los hombres, mientras Thompson, con una precisión sorprendente para su edad, desarmaba a otro con una cachiporra.

Rafael, que había mantenido su posición durante el caos inicial, aprovechó un momento de distracción para lanzarse sobre Segreda, derribándolo al suelo.

—¡Te dije que lo de México no iba a quedar así no más! —expresó Rafael, sujetando a Segreda mientras los agentes de Thompson se apresuraban a ayudarlo.

Segreda forcejeó, intentando escapar de Rafael, tomando de su bolsillo un revolver, trató de disparar, pero solo pudo usar su empuñadura para golpear a Rafael en la cabeza.

Rafael pronto cayó al piso. Segreda, incorporándose, apuntó a Rafael directo a su frente. De pronto, Bernardo se lanzó sobre el atacante, derribándolo directo al húmedo piso sin poder accionar su arma. Moliéndolo a golpes, acabó con sus pretensiones.

En pocos minutos, Segreda y sus hombres estaban rodeados por los agentes, esposados y bajo custodia.

—Esto no ha terminado, malditos—gruñó Segreda, con el rostro desfigurado, ensangrentado y la mirada llena de odio—. ¡Lo pagarán caro!

—Ya veremos, Segreda. Pero por ahora, te sugiero que te acostumbres a la idea de una celda en Londres —dijo Thompson, mientras observaba cómo lo llevaban arrestado.

Con la situación controlada, Julio se acercó a Rafael, aún con el pulso acelerado y respirando pesadamente por el esfuerzo de la pelea.

—Segreda te picoteó, ¿eh? —dijo Julio con una sonrisa cansada, recordando su broma anterior.

Rafael, todavía agitado y un leve dolor en su cabeza, miró a Julio con una mezcla de odio, cansancio y diversión.

—Te odio, Julio, no sabes cuánto… pero vamos por un trago, ha sido un día turbulento—respondió Rafael, provocando una risa general entre los amigos.

Thompson, apagando su puro, se acercó a Bernardo y le dio una palmada en el hombro.

—Buen trabajo, mate. Esta vez, la justicia ha ganado.

Bernardo asintió mirando hacia el puerto donde la niebla comenzaba a despejarse, sin entender claramente lo que Thompson le había dicho.

Comentarios

Entradas populares