Capítulo IV: "Intriga en Londres"

 


Capitulo IV

 

Al llegar a Londres, la ciudad los recibió con su característico clima nublado y sus calles abarrotadas de gente. La neblina cubría el Támesis como un manto gris, mientras los carruajes y peatones se movían con prisa, cada cual inmerso en su propio mundo. Los edificios de ladrillo oscuro y las torres de las iglesias se alzaban entre el humo que emanaba de las fábricas, tiñendo el aire de un aroma corrosivo a carbón, mezclado con los olores más agradables de los cafés y mercados.

Londres, la capital del imperio más grande del mundo, era un torbellino de actividad que no se detenía.

Bernardo y Rafael se miraron, impresionados por la magnitud de la metrópoli. Los sonidos de las campanas, las voces enérgicas de los vendedores ambulantes y el crujir de las ruedas sobre las adoquinadas calles llenaban sus oídos.

—Así que... Londres —murmuró Rafael, ajustándose la chaqueta mientras sus ojos recorrían los edificios y la gente—. Se siente como otro mundo.

—Es imponente, sin duda —añadió Bernardo—. Nada como San José.

El clima frío y húmedo les calaba hasta los huesos, pero antes de poder maravillarse más, una figura conocida apareció entre la bruma. Julio, su socio en Inglaterra, caminaba hacia ellos con paso decidido.

Sin embargo, la visión del joven los dejó sorprendidos.

Julio había cambiado completamente desde la última vez que lo vieron. Ahora, con un vientre abultado, llevaba un sombrero de copa, un robusto bigote imperial, y en su mano, un bastón de roble con una empuñadura de plata que relucía con elegancia.

—¡Amigos míos! —exclamó Julio con entusiasmo, abriendo los brazos para recibirlos—. ¡Bienvenidos a Londres!

Pero en lugar de ser recibidos con formalidad, Bernardo y Rafael no pudieron contener las carcajadas.

—¿Pero qué demonios ha pasado, Julio? —se burló Rafael, sin poder quitar la vista del bigote que adornaba el rostro de su amigo—. ¿Te has convertido en un caballero de la corte o qué?

Bernardo, con una sonrisa igualmente burlona, añadió: —Espera, ¿es ese un bastón de verdad? ¿Qué sigue? ¿Te veremos montado en un carruaje dorado?

—Cuidado revienta las ruedas del coche con ese bulto que lleva por estómago —agregó Rafael, aumentando las carcajadas.

Julio, con una sonrisa medio ofendida, alzó el mentón, orgulloso. —Esto, mis queridos amigos, es el estilo de Londres. Es la moda del momento. Tienen que acostumbrarse porque ha llegado para quedarse. Aquí, en la capital del mundo, uno debe mezclarse con los residentes, aparentar ser culto, sofisticado... —hizo una pausa dramática, mientras se acariciaba el bigote y su vientre—. Y esto, caballeros, es el símbolo del éxito. Si no lo entienden ahora, lo harán pronto.

Bernardo intercambió una mirada con Rafael, conteniendo la risa, y luego le hizo una mueca infantil, ignorando la pomposidad de Julio.

—Dios, Julio, siempre tan… teatral —dijo Rafael, sacudiendo la cabeza—. Pero bueno, Londres parece que te ha tratado bien. Vamos, muéstranos qué has hecho con nuestros negocios.

—Con mucho gusto, gallo —respondió Julio en tono burlesco y devolviendo la broma a Rafael, señalando hacia una oficina al otro lado de la calle—. Hay mucho que discutir, y no todo son buenas noticias.

—Como te detesto, Julio…

Horas después, la oficina de Julio era todo lo que uno esperaría de un comerciante con futuro prometedor en Londres: decorada con muebles de caoba, alfombras persas y retratos de figuras notables del comercio.

Sin embargo, la expresión de Julio se tornó más seria cuando se sentaron a revisar las cuentas y los informes.

—Aunque nuestros negocios han sufrido algunos contratiempos, especialmente con el café, todavía hay mucho potencial —explicó Julio, desplegando unos papeles sobre la mesa—. El problema principal está en Europa. Creemos que alguien está saboteando nuestra operación en el puerto de Londres.

Rafael frunció el ceño. —¿Sabotaje? ¿Cómo es posible?

—Es complicado —continuó Julio—. Los envíos han llegado con retraso o incompletos, y nuestras ventas han caído en picada. Se rumorea que un competidor local ha estado pagando a ciertos estibadores para retrasar o desviar nuestra mercancía.

—¿Y quién crees que está detrás de esto? —preguntó Bernardo, cruzando los brazos, su expresión severa.

Julio suspiró. —Aún no lo sé con certeza, pero he estado siguiendo pistas. Townsend, nuestro contacto aquí, tiene algunas ideas, pero hasta que no las confirmemos, no puedo decir mucho más.

—Esto no pinta bien —murmuró Rafael, rascándose la barbilla—. Si estamos perdiendo control sobre el negocio en Europa, podríamos perderlo todo.

Bernardo asintió. —No lo permitiremos. Hemos trabajado demasiado para dejar que algo así nos derrote. Vamos a investigar esto a fondo, Julio. Confío en que no dejarás hoyos en este asunto.

Julio asintió, claramente aliviado por la determinación de sus amigos. —Por supuesto. Haré todo lo que esté a mi alcance, Bernardo. Ahora, ¿quién quiere un Whisky?

 

Los primeros días en Londres transcurrieron entre reuniones, discusiones y negociaciones interminables. Rafael y Bernardo, junto a Julio, se encontraron sumergidos en el complejo mundo de los negocios europeos, intentando estabilizar su comercio de café mientras desentrañaban las pistas del sabotaje.

Las horas pasaban entre papeles, números y estrategias, y la energía de la metrópoli, aunque abrumadora, les ofrecía una extraña dosis de motivación.

Sin embargo, la calma superficial que parecía envolver esos días de trabajo pronto se desvaneció.

Una noche, cerca de Whitechapel, después de una cena de negocios con Julio y un influyente comerciante inglés, un hombre llamado Townsend, todo tomó un giro inesperado.

Habían terminado de comer en un restaurante elegante cerca del centro de la ciudad, y mientras caminaban, disfrutando y alargando el retorno al edificio en el que se hospedaban, por una calle empedrada y mal iluminada, la neblina típica de Londres envolvía las esquinas, ocultando las sombras que se deslizaban entre los edificios.

El eco de sus pasos era el único sonido que acompañaba el silencio nocturno.

—La verdad es que esa cena fue más productiva de lo que esperaba —comentó Rafael, ajustándose el abrigo para protegerse del frío que comenzaba a hacerse más intenso—. Townsend parece ser un hombre de palabra.

—Sí, aunque aún no me fío completamente —respondió Bernardo, siempre alerta—. Algo en su manera de hablar me parece... demasiado calculado.

—Es inglés, Bernardo —respondió Rafael de modo lógico—. Ellos son calculadores por naturaleza.

—Y yo costarricense, y no tiene nada que ver la nacionalid…

Antes de que bernardo pudiera terminar la frase, frente a ellos, dos figuras emergieron de entre las sombras, moviéndose con rapidez y sigilo.

El brillo tenue de un farol alcanzó a iluminar los rostros de los desconocidos por un breve segundo. Uno de ellos, alto y corpulento, se abalanzó hacia Rafael, sujetándolo del brazo con una fuerza brutal, mientras el otro levantaba una pesada cachiporra de madera con clara intención de atacar.

—¡Rafael! —gritó Bernardo, su militar interno se activó al instante, como un reflejo instintivo.

Sin perder un segundo, Bernardo se lanzó hacia el atacante que blandía la cachiporra. En una maniobra precisa, bloqueó el golpe que venía directo hacia él, desviándolo hacia un costado. El sonido del impacto resonó con fuerza al chocar contra el muro de ladrillos a su izquierda. Con una agilidad entrenada, Bernardo aprovechó el momento de desconcierto del hombre para propinarle un fuerte golpe en el estómago con el puño cerrado, seguido de una patada que lo derribó sobre los adoquines húmedos.

El atacante soltó la cachiporra mientras intentaba recuperar el aliento, pero Bernardo no le dio tregua. Lo levantó por la solapa del abrigo, fijando su mirada con furia en los ojos del hombre.

—¿Quién te envió? —preguntó, con una voz baja y peligrosa, pero el hombre solo balbuceaba incoherencias, claramente aturdido por los golpes.

Mientras tanto, Rafael, aunque torpe en la lucha, logró zafarse del agarre del otro hombre con un movimiento desesperado, dándole un codazo en la mandíbula que lo hizo tambalearse hacia atrás.

Sin esperar más, Rafael se dirigió hacia Bernardo.

—¡Tenemos que irnos! —exclamó, su respiración acelerada.

Bernardo, aún sujetando al atacante, lo empujó hacia el suelo con fuerza antes de lanzarle una última mirada de advertencia.

—Esto no ha terminado —dijo con frialdad, antes de girarse hacia Rafael.

—¡Vamos, rápido! —gritó Bernardo, tomando a su amigo del brazo y dirigiéndolo hacia una calle lateral estrecha, donde las sombras los cubrieron mientras corrían entre los callejones. Los gritos de los atacantes quedaron atrás, mezclados con el ruido de la ciudad nocturna.

Corrían sin detenerse, esquivando cajas de madera y barriles abandonados en el camino, hasta que llegaron a una plaza iluminada tenuemente por faroles de gas. Solo entonces se permitieron detenerse y recuperar el aliento, sus pechos subiendo y bajando con rapidez, mientras el eco de sus pisadas se desvanecía en el aire.

—¿Qué demonios fue eso? —preguntó Rafael, todavía intentando recuperar el aliento, con una mezcla de incredulidad y miedo en la voz.

Bernardo, respirando más lentamente pero con la mirada aún alerta, observó los alrededores antes de responder. —No lo sé, pero está claro que no fue un simple robo. Alguien nos quiere fuera del juego. Esto va más allá de simples problemas de negocio.

Rafael lo miró, los ojos abiertos de par en par, y una sonrisa tensa se formó en sus labios. —Gracias por salvarme la vida, amigo. Aunque, debo decir, fui bastante heroico también.

Bernardo, sin dejar de vigilar las calles por si volvían los atacantes, esbozó una sonrisa burlona. —Claro, todo un héroe, campeón. Un héroe que casi me zampa un golpe en la cara con esos torpes movimientos.

Rafael soltó una risa nerviosa y el alivio comenzando a relajar su cuerpo. A pesar de la tensión del momento, el humor era lo único que mantenía la tranquilidad en una situación tan peligrosa.

Bernardo lo siguió con una risa más contenida, aunque en el fondo ambos sabían que los días por venir serían mucho más peligrosos de lo que habían imaginado. Londres, con su bullicio, niebla y elegancia, también escondía una amenaza que ahora parecía estar más cerca de lo que pensaban.

—Volvamos al apartamento, ya ha sido suficiente por hoy.

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