El Ojo de Guasca


En la pequeña localidad de Manzanares, un lugar envuelto en niebla y misterio, se contaba la leyenda de un amuleto maligno conocido como el Ojo de Guasca. Esta joya antigua, un colgante de un resplandeciente verde profundo, se decía que contenía un fragmento de la esencia del propio Guasca, una antigua deidad marina de insondable poder y oscuridad.


Jonathan Arroyo, un joven estudiante de geología fascinado por los mitos ancestrales, llegó al pueblo atraído por sus secretos ocultos. Había oído rumores sobre el Ojo de Guasca y su capacidad para conceder visiones del futuro, pero también advertencias sobre su naturaleza corruptora. A pesar del peligro, la sed de conocimiento de Arroyo era insaciable, y pronto se encontró siguiendo las pistas que lo llevaban al amuleto.


La búsqueda lo condujo a la tienda de antigüedades de Odilio Flores, un anciano de mirada vidriosa y manos temblorosas. Flores, al principio reacio, fue persuadido por la insistencia de Arroyo y le reveló la ubicación del amuleto: una cueva sumergida bajo las olas rugientes de la costa.


Desafiando las advertencias, Arroyo se adentró en la cueva cuando la marea estaba baja, sintiendo una presencia opresiva mientras descendía. En el centro de la cueva, sobre un altar de piedra cubierto de algas, yacía el Ojo de Guasca. Al tomarlo en sus manos, una voz profunda y resonante invadió su mente, susurrándole secretos oscuros y visiones de futuros horribles.


A partir de ese momento, Jonathan comenzó a cambiar. Sus noches se llenaron de sueños de ciudades sumergidas y criaturas abisales danzando en rituales prohibidos. Durante el día, su comportamiento se volvió errático, volviéndose cada vez más paranoico y aislado. La gente del pueblo notó su transformación, murmurando sobre el destino que aguardaba a aquellos que osaban desafiar los secretos del mar.


Una noche, impulsado por una fuerza irresistible, Jonathan se dirigió a la costa, el amuleto brillando con una luz antinatural. Al llegar al borde del agua, con la marea alta y las olas golpeando furiosas, se arrodilló en la arena, susurrando palabras en un idioma olvidado. El agua comenzó a agitarse violentamente, y del abismo emergieron figuras deformes, sombras de lo que alguna vez fueron humanos.


El Ojo de Guasca, en un último destello de energía, se fusionó con el cuerpo de Arroyo, transformándolo en una criatura de pesadilla. Sus gritos de agonía se mezclaron con el rugido del mar, y con un último vistazo de lucidez, se lanzó al agua, desapareciendo para siempre.


La leyenda del amuleto maligno persiste en Manzanares, un recordatorio de los horrores que acechan más allá de la comprensión humana. Y en las noches de tormenta, algunos aún afirman ver a una figura solitaria vagando entre las olas, con un brillo verde que ilumina la oscuridad del océano.

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